El precio del talento
- OSCAR PORTALES
- hace 2 días
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La manifestación de talento suele percibirse como una forma silenciosa de desencuentro entre las personas. Quien posee una habilidad que destaca descubre que su presencia introduce matices sutiles en el entorno. El talento ilumina caminos y al mismo tiempo revela aquello que otros preferirían mantener en penumbra. Surge entonces una mezcla de admiración y desorden interno que coloca a la persona dotada en una posición delicada, observada con atención y a veces interpretada sin demasiada justicia.

Las emociones negativas que rodean la excelencia rara vez se expresan con franqueza. Se disfrazan de cordialidad forzada o de distancia prudente, como si el talento ajeno activara un eco incómodo en quienes lo contemplan. Un logro que debería celebrarse puede provocar un gesto contenido que confunde. Esa tensión no siempre es fruto de mala intención. Con frecuencia nace del temor a quedar expuesto frente a alguien que avanza con un ritmo distinto. Sin embargo, si en vez de resistir ese impacto se eligiera mirarlo como un espejo que invita a crecer, la experiencia sería radicalmente diferente.
Aceptar el talento del otro como una oportunidad exige valentía emocional. Implica admitir que hay habilidades que uno no domina y que esa constatación no disminuye el propio valor. Por el contrario, abre un espacio fértil para aprender. La presencia de alguien dotado puede servir de impulso, de referencia, de inspiración para ampliar horizontes. Pero este movimiento solo es posible si se abandona la defensa automática que empuja al rechazo. La apertura nace cuando dejamos de compararnos para empezar a observar con curiosidad.
Aun así, la persona dotada suele enfrentarse a un entorno que no siempre logra hacer ese giro. Le toca convivir con gestos ambiguos y silencios excesivos. Ajusta su modo de expresarse para no generar tensiones, aminora el ritmo para no descolocar a nadie y modera su entusiasmo para no parecer una provocación involuntaria. El desgaste surge precisamente de ese equilibrio forzado, una negociación constante entre mostrar el propio impulso y proteger la susceptibilidad ajena. Y aunque comprenda lo que ocurre a su alrededor, no deja de ser una carga emocional difícil de sostener.
Las relaciones humanas podrían transformarse si todos entendiéramos que el talento no es un recordatorio de nuestras carencias, sino una invitación a ampliar lo que somos. Cuando rechazamos a quien destaca por miedo o incomodidad, renunciamos a una fuente de aprendizaje que podría elevarnos. La excelencia de otro puede enseñarnos caminos que no habíamos considerado. Puede mostrarnos disciplina, creatividad, sensibilidad o rigor. Pero para que esto suceda necesitamos una actitud abierta, una mirada dispuesta a reconocer que cada persona encierra un territorio propio del que siempre es posible extraer algo valioso.
Cuestionar a quienes eligen la exclusión no tiene un ánimo de reproche moral, sino de lucidez. Rechazar el talento ajeno empobrece tanto a quien lo sufre como a quien lo ejerce. Obstaculiza el crecimiento colectivo y acentúa una cultura donde destacar es interpretado como una amenaza. La alternativa pasa por entender la diferencia como un puente y no como un muro. La convivencia con lo excepcional se vuelve fértil cuando dejamos espacio para que nos incomode un poco, porque esa incomodidad es el punto exacto donde comienza la transformación.

La persona dotada también recibe un desafío propio. Proteger su impulso sin volverse inaccesible. Mantener la generosidad suficiente para mostrar lo que sabe sin imponerse. Ser capaz de compartir su talento como quien ofrece una oportunidad, no como quien exhibe un privilegio. La interacción entre quienes destacan y quienes los observan podría convertirse en un intercambio enriquecedor si ambos lados adoptaran una actitud abierta, honesta y dispuesta a comprender.
Tal vez el verdadero precio del talento no sea solo enfrentar las emociones que despierta, sino aprender a convivir con ellas desde un lugar de entendimiento mutuo. Ver el talento ajeno como un aliado transforma las dinámicas y reduce los desencuentros. Nos permite imaginar entornos donde sobresalir y aprender del que sobresale sean procesos naturales. Un paisaje humano más generoso donde cada diferencia se convierta en un punto de apoyo para crecer y no en un argumento para levantar barreras.



