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La fuerza del instinto

Cambiar de rumbo en la vida no es una hazaña reservada a unos pocos elegidos sino una capacidad humana asentada en nuestra historia biológica y en la estructura del psiquismo. Cuando alguien percibe que no encaja en un lugar o que las circunstancias le ahogan, se activa una maquinaria interna que mezcla emoción y pensamiento. Esa sensación de desajuste funciona como un faro disonante que revela la discordancia entre lo que somos y lo que hacemos. Desde la neurobiología hasta la filosofía de la existencia, el impulso al cambio es una respuesta adaptativa que nos ha permitido sobrevivir y encontrar significado.


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En el núcleo de esa respuesta está la plasticidad. El cerebro no es una estatua sino un tejido que se moldea con la experiencia, con el aprendizaje y con la propia voluntad. Cambiar no significa borrar el pasado sino rehacer conexiones, reorientar prioridades y construir nuevas narrativas personales. A nivel psicológico el cambio requiere que la persona reconozca una brecha entre su yo actual y el yo posible, que tolere la incertidumbre y que movilice recursos afectivos y sociales. Esta movilización suele pasar por fases de duda, exploración y, finalmente, por la elaboración de un proyecto o de un pequeño acto que inaugura una diferencia.


Más allá de la biología, el deseo de reorientarse está ligado al sentido. Vivir con coherencia entre valores y actos es un motor que impulsa la búsqueda de nuevos rumbos. Cuando sentimos que nuestras acciones traicionan lo que consideramos valioso, se despierta una inquietud que puede traducirse en aprendizaje, en renuncia a hábitos que ya no sirven o en la toma de decisiones arriesgadas. El cambio aparece entonces como una forma de honestidad personal, como una respuesta a la llamada interna que reclama mayor autenticidad. No siempre es cómodo, pero sí frecuentemente liberador cuando se alinea con una visión más amplia de quiénes queremos ser.


Rechazar la necesidad de cambio no es una simple negación circunstancial sino un proceso psicológico con efectos concretos. La resistencia prolongada suele enraizarse en el miedo y en formas de defensa que se presentan como prudencia o resignación. A nivel emocional, la negativa a cambiar puede producir estancamiento, desmotivación y una creciente sensación de vacío. Socialmente añade un costo porque las relaciones se desgastan cuando la mismidad impide la atención a nuevas demandas o a la evolución del otro. El cuerpo paga también, pues el estrés crónico y la desconexión entre deseo y acción se traducen en malestar somático.


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Entender que el cambio es posible implica reconocer dos verdades paralelas. Una es que no todas las transformaciones requerirán gestos dramáticos; con frecuencia bastan ajustes pequeños y sostenidos para provocar diferencias profundas. La otra es que la transformación siempre convoca el riesgo de pérdida, de errores y de incertidumbre. Aceptar esa ambivalencia es parte del trabajo interno. La valentía no consiste en eliminar el miedo sino en aprender a moverse a pesar de su presencia, en disponer una curiosidad que desafíe las inercias y permita experimentar los límites de lo conocido.


La invitación final es a mirar el cambio no como una obligación moral ni como un atajo hacia la felicidad inmediata, sino como una práctica de cuidado de sí. Implica respeto por los ritmos personales, honestidad con los afectos y la voluntad de construir una narrativa que integre lo vivido con lo que se desea. Desde esa perspectiva la posibilidad de cambiar se revela tanto como un derecho como una responsabilidad suave, un gesto de ternura hacia el propio ser que rehace el presente y abre futuros posibles sin prometer certezas.

 
 
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