Coach vs Entrenador
- OSCAR PORTALES
- 25 oct
- 3 Min. de lectura
Desde que finalicé mis estudios del Máster Universitario en Coaching, bastantes años después de haber obtenido mi titulación como Entrenador Personal, comencé a preguntarme por qué el término coach se utilizaba para referirse a un entrenador. No lograba ver similitudes claras entre ambos perfiles.

Entrenar siempre había significado trabajar con el cuerpo, observar el movimiento, corregir posturas, diseñar rutinas eficaces y evaluar progresos físicos. Coaching, en cambio, parecía tener más que ver con acompañar decisiones, potenciar la motivación y facilitar el logro de metas personales o profesionales.
Esa diferencia conceptual se fue convirtiendo en una inquietud profunda. ¿Estamos hablando realmente de la misma profesión o hemos fusionado dos universos por moda, comodidad o desconocimiento? La respuesta no es tan evidente como algunos puedan pensar.
Tener un título de entrenador no garantiza habilidades para gestionar procesos de desarrollo personal ni para sostener conversaciones transformadoras. Y lo mismo sucede a la inversa, ser coach no implica saber enseñar a ejecutar una sentadilla con seguridad o comprender la fisiología del ejercicio.
Cada disciplina posee su propio cuerpo de conocimiento. Ambas son tan extensas y cambiantes que requieren años de práctica, actualización constante y sensibilidad profesional para dominarlas. Reducirlas a un mismo término empobrece la calidad de los servicios y genera expectativas irreales en quien busca ayuda.
Además del aspecto profesional, existe otro terreno interesante. El idioma evoluciona, juega, se reinventa. La palabra coach llegó cargada de prestigio, una mezcla de modernidad y aspiración. Sonaba mejor, más internacional y motivadora que entrenador. En ciertos entornos, se convirtió casi en un símbolo de estatus. De pronto, el objetivo ya no era solo mejorar físicamente, también había que transformar la vida en su totalidad. El marketing hizo el resto y el término fue ocupando espacios que antes no le pertenecían.
El problema aparece cuando las palabras transforman la percepción. Un entrenador que domina la técnica, pero al que se le exige motivar como un coach, puede sentirse obligado a entrar en territorios para los que quizá no está formado. O al contrario, un coach puede ser contratado esperando que diseñe programas físicos que desconoce por completo. Un pequeño malentendido terminando en una gran frustración.
También la cultura del bienestar ha cambiado. Ahora se espera que el ejercicio físico se conecte con el bienestar emocional, con la autoestima, con el propósito vital. Y este cruce entre cuerpo y mente es enriquecedor. Sin embargo, mezclar funciones no significa que los roles se vuelvan idénticos. Entrenar se apoya en el movimiento. Coaching se apoya en la conversación. Dos herramientas completamente distintas que pueden complementarse, aunque no reemplazarse.
Clarificar los límites ayuda a respetar la profesionalidad de cada uno. Un entrenador domina el cuerpo. Un coach domina los procesos de cambio. Cuando trabajan juntos, el beneficio se multiplica porque la persona es un ser integral. Pero confundir términos únicamente crea ruido, devalúa el esfuerzo de años de formación y, en ocasiones, incluso pone en riesgo la salud de los usuarios.

Llamar coach a un entrenador puede sonar moderno. Sin embargo, también borra fronteras que protegen tanto a los profesionales como a quienes confían en ellos. Las palabras importan porque definen competencias. Importan porque construyen expectativas. Importan porque explican quién hace qué y para qué.
El cuerpo y la mente merecen ser atendidos por personas que sepan lo que están haciendo. Valorar las diferencias es la mejor forma de aprovechar lo que cada uno puede aportar. Y si algún día ambos caminos convergen en un mismo profesional será porque ha decidido recorrerlos con rigor, paciencia y una formación sólida en cada uno de ellos.



