Coaching y el camino incierto.
- OSCAR PORTALES
- 1 sept
- 4 Min. de lectura
La pregunta parece simple, pero es quizá la más difícil que puede hacerse la humanidad: ¿hacia dónde vamos? Vivimos en una época marcada por la velocidad, por la sensación de que todo cambia demasiado rápido, de que lo que ayer era válido hoy ya parece obsoleto. Y en medio de ese torbellino tratamos de entender si caminamos hacia un futuro mejor o si, por el contrario, nos precipitamos hacia un abismo de indiferencia y violencia.

Algunos creen que lo que nos mueve es la aceptación, esa capacidad de asumir que la vida es incierta y que lo mejor es fluir con lo que ocurre. Otros sostienen que avanzamos empujados por la decepción, por la insatisfacción constante que sentimos frente a nuestras instituciones, nuestros líderes, incluso nuestras relaciones más cercanas. Y no faltan quienes piensan que lo que predomina es la resignación, esa sensación amarga de que, haga uno lo que haga, el mundo seguirá su curso y la única salida es dejarse arrastrar.
En el fondo, todos esos motores conviven en nosotros. A veces nos impulsa la esperanza, otras el desencanto, otras la simple costumbre de seguir adelante. Lo inquietante es que no siempre tenemos claro hacia dónde nos conducen esas fuerzas y si de verdad somos nosotros quienes elegimos el rumbo o si más bien lo marca una inercia social, política y tecnológica que parece tener vida propia.
Muchos insisten en que el ser humano se ha vuelto más violento, más frío, más insensible. Abrimos un periódico o un noticiario y la crueldad parece la norma. Guerras que no terminan, discursos de odio, indiferencia frente al dolor ajeno. Pero conviene detenerse un momento y preguntarse si realmente somos peores que antes o si lo que ha cambiado es la manera en que percibimos el mundo.
Hoy la información nos alcanza sin filtros y en tiempo real. Lo que antes sucedía lejos de nuestros ojos hoy se transmite al instante en la pantalla de un celular. Esa saturación nos da la sensación de que todo es negativo, cuando en realidad lo que ocurre es que lo malo ocupa más espacio porque impacta, porque vende. La bondad y la empatía también existen, pero no llenan titulares. Y terminamos creyendo que vivimos en un planeta dominado por la oscuridad cuando, en verdad, también hay miles de gestos luminosos que pasan desapercibidos.

Ante este panorama surge otra duda. ¿Conviene adaptarse a la inercia del mundo o resistirse a ella? Adaptarse parece sensato, porque el cambio es inevitable y cerrarse a él puede ser una condena. Pero adaptarse sin reflexión es peligroso, porque puede volvernos piezas obedientes de una maquinaria que no elegimos. Resistirse, en cambio, puede sonar noble, aunque también puede convertirse en un rechazo estéril que nos inmoviliza. Tal vez la respuesta esté en el equilibrio: aceptar lo que nos permite crecer y sobrevivir, pero mantener la resistencia frente a todo aquello que amenaza con despojarnos de lo esencialmente humano.
Hay otra posibilidad que resulta incómoda pero necesaria de considerar. Quizá lo que vivimos no sea una deformación del ser humano, sino la expresión más clara de lo que siempre fuimos. Durante siglos las normas religiosas, políticas y sociales trataron de contener nuestros impulsos. Hoy, con la globalización y las redes, esas barreras son más débiles y aflora lo que estaba oculto. Y no solo es ambición o egoísmo, también es creatividad, solidaridad y deseo de trascender. Tal vez lo que vemos no es una caída, sino un espejo más honesto.
El problema es que el espejo no siempre nos gusta. Vernos tal como somos puede ser doloroso. Pero esa incomodidad también puede ser una oportunidad. Solo conociendo de verdad nuestra naturaleza podremos transformarla. Fingir que no existe no nos ha llevado demasiado lejos.
No es extraño que tanta gente perciba este tiempo como una decadencia. La desigualdad crece, la política se crispa, la violencia parece multiplicarse. Pero también es cierto que nunca tuvimos tantos recursos para construir un mundo distinto. Acceso a información, avances científicos y tecnológicos, una conciencia cada vez más amplia de los problemas globales. Tal vez lo que hoy llamamos crisis no sea más que un parto difícil hacia otra etapa de la humanidad. La historia está llena de momentos donde todo parecía derrumbarse y, sin embargo, era el inicio de algo nuevo.

El futuro no está escrito. Dependerá de cómo utilicemos lo que tenemos a mano. Si la información se convierte en manipulación o en conocimiento, si la tecnología nos aísla o nos une, si la incertidumbre nos paraliza o nos invita a ser creativos. Lo decisivo no es la fuerza de la inercia, sino lo que cada uno de nosotros hace con ella.
Por eso la pregunta de hacia dónde vamos, al parecer, no admite respuestas simples. El rumbo no lo marca un único motor ni una sola emoción. No es solo aceptación ni solo decepción, no es solo resignación ni solo violencia, por ejemplo. Es la suma de todo eso y más, junto con la forma en que decidimos responder en cada momento, dado que el futuro no es algo que hemos heredado, sino aquello que estamos construyendo.



