Coaching y la reconstrucción personal
- OSCAR PORTALES
- 5 nov
- 2 Min. de lectura
Hay heridas que no se ven, pero que siguen influyendo en la forma en que una persona se relaciona con el mundo. El abuso, el acoso, el abandono o el maltrato no desaparecen con los años. Permanecen en una parte silenciosa del ser, esperando comprensión, cuidado y espacio para transformarse.

Quien ha vivido algo así suele moverse con una mezcla de prudencia y desconfianza. No siempre sabe por qué, pero siente que necesita protegerse. A veces evita destacar o incomodar. Otras, se muestra fuerte y autosuficiente, aunque esa fortaleza esconda el miedo a volver a sufrir. Esa apariencia de seguridad es, en muchos casos, una máscara que intenta mantener a salvo. La persona se convence de que, si parece firme y distante, evitará atraer más daño. Sin embargo, esa coraza también le impide recibir el afecto genuino que podría ayudarle a sanar.
En su interior, el miedo se entrelaza con la culpa. Culpa por haber confiado, por no haber reaccionado, por no haber sabido defenderse. Esa emoción persistente va erosionando la autoestima y debilitando la capacidad de disfrutar sin justificarse. No siempre hay tristeza visible, pero sí una sensación constante de cansancio emocional o de no pertenecer del todo.
El coaching, cuando se ejerce con respeto, puede ser un espacio seguro donde empezar a reconstruir la confianza. No es terapia ni pretende curar lo que pertenece al ámbito clínico. Su propósito es acompañar el presente, ayudar a que la persona recupere el derecho de elegir, de decidir por sí misma, de volver a sentirse protagonista de su vida.
El proceso comienza con la escucha. Escuchar sin juzgar, sin analizar, sin querer arreglar. Desde ese lugar, el coach acompaña al cliente a descubrir sus propios recursos y a crear una narrativa nueva sobre quién es hoy. Las pequeñas decisiones, atreverse a expresar una opinión, poner un límite, aceptar un elogio, se convierten en actos de recuperación personal. Cada paso refuerza la autonomía y debilita la voz del miedo.

Las personas con historias difíciles suelen tener una sensibilidad especial para captar lo que ocurre a su alrededor. Si logran transformar esa hipervigilancia en observación consciente, esa sensibilidad se convierte en un talento: una forma de empatía profunda. El coaching puede ser el puente que transforme la defensa en sabiduría, la culpa en responsabilidad, la herida en aprendizaje.
También el coach necesita conciencia y humildad. Acompañar a alguien con dolor antiguo exige presencia madura, formación ética y claridad sobre los propios límites. No se trata de rescatar, sino de caminar junto a la persona mientras ella redescubre su fuerza.
Cuando eso ocurre, el pasado deja de ser una prisión y se convierte en memoria integrada. No se olvida, pero deja de gobernar. El coaching puede ser ese espacio donde la persona se reencuentra con su dignidad y aprende, poco a poco, a habitar su presente con libertad y serenidad.



