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El esfuerzo detrás de la conquista.

Actualizado: 19 oct

Hay caminos que se presentan como autopistas recién asfaltadas, con carteles luminosos y promesas de comodidad. Son esos atajos tentadores donde todo parece fluir sin esfuerzo, donde el resultado llega antes de que el sudor aparezca. Pero hay algo que se escapa en lo fácil, algo invisible que nos deja una ligera sensación de vacío. Porque cuando no hay reto, tampoco hay conquista.


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Lo fácil tiene un encanto inmediato. Es la promesa de satisfacción sin riesgo, la comodidad de no tropezar. Sin embargo, lo que realmente nos transforma no suele venir envuelto en suavidad. Lo que nos marca, lo que recordamos con orgullo, siempre tiene algo de lucha, de duda, de esos días en que quisimos rendirnos y no lo hicimos. Tal vez porque el alma humana está hecha de esfuerzo, no de concesiones.


En un mundo que aplaude la rapidez y el resultado, el valor del proceso se ha vuelto casi un acto de resistencia. Queremos el idioma sin estudiar, el cuerpo sin entrenar, el éxito sin paciencia. Pero lo fácil no enseña, solo entretiene un rato. El aprendizaje llega cuando nos enfrentamos a lo que no entendemos, a lo que nos incomoda, a eso que exige una versión distinta de nosotros mismos.


Hay algo profundamente humano en complicarse la vida por algo que amamos. Aprender un instrumento, correr bajo la lluvia, escribir hasta borrar más de lo que se deja. Cada intento fallido es una marca de autenticidad, una prueba silenciosa de que estuvimos allí, haciendo algo que importaba. Lo fácil, en cambio, se borra sin dejar huella. Es como una sombra que pasa sin hacerse notar.


Quizás por eso admiramos tanto a quienes persisten. No por los trofeos que consiguen, sino por la historia que los llevó hasta ellos. Sabemos que detrás de cada logro verdadero hay noches largas, dudas, cansancio. Y también una chispa de fe. Esa fe que solo se enciende cuando algo cuesta, cuando el camino se estrecha y el único impulso que queda es el de seguir adelante.


Lo fácil puede hacernos sentir bien por un momento, pero lo difícil nos enseña quiénes somos. No hay crecimiento sin fricción, ni descubrimiento sin cierto grado de incomodidad. Cada obstáculo nos pule un poco, como si la vida, con su manera torpe pero sabia, nos diera forma a golpes de experiencia.


Cuando algo nos cuesta, se vuelve nuestro. Lo defendemos, lo cuidamos, lo valoramos. El esfuerzo imprime sentido. No porque el sufrimiento sea noble, sino porque la conquista lo vuelve significativo. La facilidad, en cambio, se diluye. Lo que llega sin trabajo tiende a irse sin despedirse.

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Tal vez lo fácil no sea enemigo de lo bueno, pero sí de lo memorable. Hay placeres ligeros que disfrutamos y olvidamos con la misma rapidez. En cambio, las victorias trabajadas se quedan grabadas en la memoria como cicatrices que cuentan una historia. Y esas historias, al final, son lo único que nos pertenece de verdad.


Así que no temas a lo difícil. No lo rechaces por miedo ni por pereza. Lo difícil es el territorio donde creces, donde dejas una parte de ti y descubres otra que no sabías que existía. Cuando algo te cuesta, te está enseñando el valor de tu propio intento. Lo fácil nunca resulta lo suficientemente bueno porque no te obliga a dar lo mejor.


Y lo mejor de uno, esa versión que aparece solo cuando las cosas se complican, es lo único que realmente vale la pena encontrar.

 
 
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