La certeza de lo efímero.
- OSCAR PORTALES
- 13 ago
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Crecer sabiendo que en unos años dejaremos de existir puede ser, para cualquier conciencia despierta, un acto cruel y hermoso a la vez. Cruel, porque desde nuestro primer aliento estamos inscritos en una cuenta atrás invisible. Hermoso, porque es precisamente esa limitación la que da forma, textura y profundidad a todo lo que vivimos. Sin embargo, aunque solemos decir que lo asumimos, nuestras acciones cuentan la historia de seres que, en realidad, se resisten a aceptar su propia finitud.

Pasamos buena parte de nuestra existencia comportándonos como si tuviéramos tiempo ilimitado, como si la muerte fuera un rumor que no nos alcanza, una noticia para otros, nunca para nosotros. Incluso, y aquí está lo más paradójico, algunos adoptamos hábitos y conductas que acortan deliberadamente la duración de nuestra vida. Lo hacemos con una mezcla de inconsciencia y desafío, como si quisiéramos gritarle al destino: “¡No eres tú quien decide cuándo me voy, sino yo!”. Y en ese desafío, muchas veces, nos acercamos peligrosamente al precipicio.
En el mejor de los casos, cuando la vida nos sacude con un accidente, una enfermedad o la pérdida de alguien cercano, comprendemos de golpe el valor de seguir aquí. Es entonces cuando nos sentimos agradecidos por permanecer, por seguir caminando, como si hubiéramos ganado una prórroga en un juego cuyas reglas nunca entendimos del todo. Sin embargo, esa gratitud suele ser frágil. Con el tiempo se diluye, y volvemos a los viejos hábitos, a la rutina que anestesia la conciencia de lo fugaz.
Tal vez por eso, de forma casi instintiva, buscamos algo en lo que apoyarnos. Un sentido, una explicación, un consuelo. Nos aferramos a religiones, filosofías, amores, causas, o incluso al simple placer de coleccionar momentos. Queremos creer que este breve paso por la vida no es un accidente cósmico sin propósito, sino parte de un plan diseñado por un creador que sabía lo que hacía. Necesitamos imaginar que existe un orden detrás del caos, aunque nunca podamos demostrarlo.
Esta necesidad de sentido es tan antigua como el ser humano. Desde que tenemos conciencia, hemos tejido relatos para explicarnos la muerte y, con ello, la vida. Algunos hablan de cielos y paraísos; otros de reencarnaciones y ciclos infinitos; otros, más escépticos, encuentran sentido en dejar huella a través de la obra, de los hijos o de las pequeñas acciones que mejoran el mundo. Pero todos, de una forma u otra, compartimos la misma inquietud, al no soportar la idea de que nuestra existencia sea un paréntesis breve e irrepetible que se cierra para siempre.

Quizá lo más honesto sería aceptar que no hay una respuesta definitiva. Que la vida es una pregunta sin solución matemática, un poema incompleto, una melodía que no se detiene para explicarse. Y que, tal vez, lo que llamamos “sentido” no es algo que se nos da, sino algo que vamos construyendo a medida que avanzamos. Un sentido que cambia con nosotros, que se nutre de lo que amamos, de lo que perdemos, de lo que aprendemos.
Vivir con esta perspectiva no es fácil. Significa mirar de frente nuestra vulnerabilidad, y al mismo tiempo, apostar por la belleza de los instantes. Significa dejar de vivir como si tuviéramos una eternidad por delante, y empezar a cuidar cada hora, cada gesto, cada vínculo. Porque, aunque suene a frase hecha, nunca sabemos cuándo será la última vez que veremos a alguien, que escucharemos una voz querida o que contemplaremos un amanecer.
El problema es que estamos tan distraídos por las obligaciones, las pantallas, las preocupaciones menores, que nos olvidamos de lo esencial. Nos decimos: “Mañana llamaré a esa persona”, “Otro día iré a visitar aquel lugar”, “Ya tendré tiempo para aprender eso que siempre quise”. Y mañana llega, pero con él otras urgencias, y así vamos aplazando la vida. Hasta que un día, de verdad, ya no hay más mañanas.
¿Y si nos atreviéramos a vivir como si la fecha de nuestra partida fuera un misterio que podría revelarse en cualquier momento? No hablo de vivir con miedo, sino con conciencia. De aprender a dar gracias sin que haga falta un susto, una pérdida o una catástrofe. De encontrar en lo cotidiano una conversación, una comida compartida, un paseo, una razón suficiente para sentir que ha valido la pena estar aquí.
Quizá el inventor de este embrollo, si es que existe, no buscaba que entendiéramos el sentido de la vida, sino que aprendiéramos a habitarla. Que encontráramos significado no en grandes respuestas, sino en pequeñas experiencias. Que la pregunta misma fuera la brújula que nos empuja a seguir caminando.

Porque, al final, lo que hace que este tránsito valga la pena no es descubrir la fórmula secreta, sino la forma en que vivimos mientras la buscamos. El amor que damos y recibimos. La manera en que cuidamos de otros y dejamos que otros nos cuiden. La capacidad de maravillarnos, aun sabiendo que todo es transitorio.
La muerte, con todo su peso, nos recuerda que la vida no es un ensayo general. Es la función única, irrepetible. Y aunque el telón caerá sin previo aviso, aún estamos aquí, con el escenario abierto y las luces encendidas. Tal vez no sepamos qué quiso decir el autor con esta obra, pero podemos decidir cómo interpretar nuestro papel.
Que nuestra pequeña victoria sea vivir con la certeza de lo efímero, pero sin dejar que la desesperanza nos robe el deseo de seguir danzando hasta el último compás.



