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Un frágil dominio

Hay personas que parecen vivir en un estado de vigilancia constante. Observan con atención lo que otros hacen, con quién se relacionan, qué palabras eligen al hablar o qué decisiones toman cuando están lejos. Su presencia puede ser amable, incluso protectora, pero bajo esa superficie se percibe algo inquietante, una necesidad sutil de tenerlo todo bajo control. No buscan únicamente entender a los demás, sino mantenerlos dentro de un círculo donde nada los sorprenda, donde cada movimiento sea predecible y seguro.


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A simple vista, podría parecer que ese comportamiento nace del interés o del afecto, de un deseo legítimo de cuidar lo que consideran importante. Pero detrás de esa insistencia en saberlo todo se esconde un impulso mucho más profundo. No es ambición ni ansia de poder, sino una emoción que actúa en silencio y que, paradójicamente, hace que quien la siente se vuelva prisionero de su propia estrategia. Es el miedo, disfrazado de control, el que mueve los hilos.


El miedo a perder, a no saber reaccionar, a enfrentarse a una realidad que escape de las manos. Quien controla no confía del todo en su capacidad para adaptarse a lo inesperado. Siente que si las cosas se desordenan, si alguien actúa fuera del guion, no sabrá cómo sostenerse. Por eso necesita adelantarse a cada paso ajeno, predecir lo que otros harán, vigilar lo que dicen y con quién lo comparten. Es su modo de protegerse del desconcierto, de la posibilidad de un cambio que lo obligue a enfrentarse a su propia fragilidad.


Esa desconfianza en su propia fuerza interior lo lleva a construir una red de certezas forzadas. Necesita saber para poder existir con calma, necesita controlar para sentir que el mundo no se desmorona. Sin embargo, cuanto más intenta abarcar, más se encierra. El entorno empieza a volverse rígido, lleno de silencios medidos, de palabras que se dicen para no provocar, de miradas que se esconden para evitar sospechas. En su intento por mantener la armonía, el controlador levanta muros que lo separan de los demás.


Las personas que no toleran ese cerco lo sienten rápidamente. Les resulta incómodo vivir bajo la lupa de una atención constante. Son las que se escapan, las que marcan distancia, las que se resisten a dar explicaciones o simplemente se alejan sin ruido. Para el controlador, esa huida es una señal de peligro, una grieta en su estructura. Su reacción suele ser intensificar la presión con más preguntas, más insinuaciones, más juicios, más intentos de recuperar el dominio. El miedo vuelve a crecer, disfrazado de preocupación, de decepción o incluso de enojo.


A nivel social, esta dinámica produce un efecto de desgaste. Las relaciones pierden espontaneidad, se vuelven un intercambio de permisos y defensas. Quien controla termina generando rechazo, aunque no siempre lo perciba. Puede empezar a notar que las personas se muestran más evasivas, que las confidencias se reducen, que los encuentros son cada vez más breves. El entorno comienza a protegerse de su vigilancia, y él o ella se queda con la sensación de que los demás son impredecibles, desleales o cambiantes, sin entender que es su propio temor el que los empuja lejos.

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Con el tiempo, el controlador se enfrenta a un vacío que no sabe nombrar. Cree que los otros fallan, pero en realidad es su estrategia la que se derrumba. El control absoluto es imposible porque la vida, en esencia, se mueve, cambia, se escapa. Aferrarse a la ilusión de dominarla solo conduce al aislamiento. La libertad ajena se convierte en una amenaza cuando no se confía en la propia capacidad de adaptarse a lo inesperado.


Solo cuando el miedo es reconocido, cuando se acepta que no hay manera de preverlo todo, el impulso de controlar comienza a perder fuerza. Quien logra hacerlo descubre algo que durante mucho tiempo pareció imposible. Sabe que no necesita conocer cada detalle para sentirse seguro, que puede vivir con la incertidumbre sin perder el equilibrio. La confianza en uno mismo reemplaza al control sobre los demás, y entonces la mirada deja de ser vigilancia para convertirse en comprensión. Porque al final, el verdadero dominio no está en tenerlo todo bajo control, sino en saber sostenerse cuando la vida decide cambiar el rumbo.

 
 
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